OJOS QUE SE MIRAN
Uno buscó al otro durante días. Lo hacía con afán demoníaco, desesperado. Siguió las pistas que, casi inocentemente, dejaba el otro a su paso. Para ello, tuvo que sortear varios peligros y casi pierde un ojo por el golpe sorpresivo de una rama. Luego, al caer por una pendiente, estuvo a punto de romperse una pierna y debió proseguir rengueando. Todo eso aumentaba su odio y su cautela.
Interiormente, se regodeaba pensando en cómo sería glorificado por los integrantes de la secta a la que pertenecía y el recibimiento de sus pares al conocerse la noticia de su éxito. O cuando el mundo se enterara de su gran logro.
Estos ancestrales valores lo incentivaban a multiplicar su esfuerzo y el pecho le explotaba de orgullo al sentirse admirado en el instante en que les relatara a todos, los pormenores de la persecución y de la forma en que logró asesinar a su enemigo.
El otro, claro, estaba más allá de todos esos sentimientos y como no le era común la soberbia que a veces nos invade, desconocía el riesgo que corría y proseguía con su actividad diaria. Al igual que muchos en ésta vida, luchaba por la subsistencia y por mantener a su familia. Era de costumbres simples, apegado a su hogar y un amante de la vida silvestre, a la que veneraba todos los días.
Siempre que podía, iba con sus hijos hasta un campo vecino donde practicaba su deporte preferido: correr. Se decía que era el más rápido de la región, y su máxima aspiración era que sus hijos heredaran esa aptitud.
Mientras tanto, aquél que venía en su búsqueda, ya estaba muy cerca. Confiado en hallarlo al día siguiente, tomó un descanso y aprovechó para revisar su arma y curar la pierna herida. Luego se durmió.
Fue al mediodía de aquel apacible domingo, en el preciso instante en que las aves empiezan a silenciar sus cantos y la cálida brisa de esa época del año acaricia las copas de los árboles y un fuerte aroma a naturaleza que todo lo invade, cuando sus miradas se encontraron. No se sabe bien si al perseguidor lo ayudó que el otro, ajeno a todo, estaba sentado descansando luego de una carrera con sus hijos, o si influyó el factor sorpresa… o vaya uno a saber; la cuestión es que de pronto, el que venía siguiendo la pista alzó los ojos y se encontró con los del otro a menos de veinte metros.
Fueron unos segundos muy largos y determinantes. Como en una escena ralentada, el miembro de la secta asesina alzó el arma al tiempo que el otro se incorporaba con la clara intención de huir. El estampido seco y rotundo espantó a los pequeños que escaparon a gran velocidad, como les había enseñado su padre. La bala, de grueso calibre, penetró por las costillas y se alojó a un costado del corazón.
Antes de caer, el Guazú-pucú, el ciervo de los pantanos, giró su cabeza adornada por dieciocho puntas y clavó sus ojos en los del cazador como preguntando ¿por qué?
El cazador, hundido su odio en los pastizales, interpretó esa mirada y, en un segundo, descubrió toda la verdad de la vida y sintió vergüenza.
Luego, con el arma rendida en su mano, inconscientemente, se respondió en voz baja: - No lo sé.
Nota de autor:
El Ciervo de los Pantanos, (Blastocerus dichotomus) es el más grande de los cervidos de Suramérica y figura en el "Libro rojo de las especies en extinción", de la Unión Mundial para la Conservación de la Naturaleza (UICN) como especie Vulnerable y En peligro (la situación más grave) a nivel nacional.
Llamado por los guaraníes "Guazú-Pucú" que significa Ciervo Alto o Ciervo Largo, este bello ejemplar tiene características notables que lo diferencian de otros ciervos autóctonos. Tiene una altura de 1,30 m en la cruz y llega a pesar los 100 kilos. Es de color castaño o leonado, patas y hocico negros, la parte posterior de los muslos es blanca, como así también alrededor de los ojos y dentro de las grandes orejas. Los machos tienen una hermosa cornamenta grande y robusta, que llega a tener 10 o 12 puntas, aunque se conocen casos de ejemplares de mayor cantidad de puntas.
“Apareció sobre la tierra hace treinta y siete millones de años.
Si no cuidamos al Guazú - Pucú,
en menos de treinta y siete años no lo veremos más”
Uno buscó al otro durante días. Lo hacía con afán demoníaco, desesperado. Siguió las pistas que, casi inocentemente, dejaba el otro a su paso. Para ello, tuvo que sortear varios peligros y casi pierde un ojo por el golpe sorpresivo de una rama. Luego, al caer por una pendiente, estuvo a punto de romperse una pierna y debió proseguir rengueando. Todo eso aumentaba su odio y su cautela.
Interiormente, se regodeaba pensando en cómo sería glorificado por los integrantes de la secta a la que pertenecía y el recibimiento de sus pares al conocerse la noticia de su éxito. O cuando el mundo se enterara de su gran logro.
Estos ancestrales valores lo incentivaban a multiplicar su esfuerzo y el pecho le explotaba de orgullo al sentirse admirado en el instante en que les relatara a todos, los pormenores de la persecución y de la forma en que logró asesinar a su enemigo.
El otro, claro, estaba más allá de todos esos sentimientos y como no le era común la soberbia que a veces nos invade, desconocía el riesgo que corría y proseguía con su actividad diaria. Al igual que muchos en ésta vida, luchaba por la subsistencia y por mantener a su familia. Era de costumbres simples, apegado a su hogar y un amante de la vida silvestre, a la que veneraba todos los días.
Siempre que podía, iba con sus hijos hasta un campo vecino donde practicaba su deporte preferido: correr. Se decía que era el más rápido de la región, y su máxima aspiración era que sus hijos heredaran esa aptitud.
Mientras tanto, aquél que venía en su búsqueda, ya estaba muy cerca. Confiado en hallarlo al día siguiente, tomó un descanso y aprovechó para revisar su arma y curar la pierna herida. Luego se durmió.
Fue al mediodía de aquel apacible domingo, en el preciso instante en que las aves empiezan a silenciar sus cantos y la cálida brisa de esa época del año acaricia las copas de los árboles y un fuerte aroma a naturaleza que todo lo invade, cuando sus miradas se encontraron. No se sabe bien si al perseguidor lo ayudó que el otro, ajeno a todo, estaba sentado descansando luego de una carrera con sus hijos, o si influyó el factor sorpresa… o vaya uno a saber; la cuestión es que de pronto, el que venía siguiendo la pista alzó los ojos y se encontró con los del otro a menos de veinte metros.
Fueron unos segundos muy largos y determinantes. Como en una escena ralentada, el miembro de la secta asesina alzó el arma al tiempo que el otro se incorporaba con la clara intención de huir. El estampido seco y rotundo espantó a los pequeños que escaparon a gran velocidad, como les había enseñado su padre. La bala, de grueso calibre, penetró por las costillas y se alojó a un costado del corazón.
Antes de caer, el Guazú-pucú, el ciervo de los pantanos, giró su cabeza adornada por dieciocho puntas y clavó sus ojos en los del cazador como preguntando ¿por qué?
El cazador, hundido su odio en los pastizales, interpretó esa mirada y, en un segundo, descubrió toda la verdad de la vida y sintió vergüenza.
Luego, con el arma rendida en su mano, inconscientemente, se respondió en voz baja: - No lo sé.
Nota de autor:
El Ciervo de los Pantanos, (Blastocerus dichotomus) es el más grande de los cervidos de Suramérica y figura en el "Libro rojo de las especies en extinción", de la Unión Mundial para la Conservación de la Naturaleza (UICN) como especie Vulnerable y En peligro (la situación más grave) a nivel nacional.
Llamado por los guaraníes "Guazú-Pucú" que significa Ciervo Alto o Ciervo Largo, este bello ejemplar tiene características notables que lo diferencian de otros ciervos autóctonos. Tiene una altura de 1,30 m en la cruz y llega a pesar los 100 kilos. Es de color castaño o leonado, patas y hocico negros, la parte posterior de los muslos es blanca, como así también alrededor de los ojos y dentro de las grandes orejas. Los machos tienen una hermosa cornamenta grande y robusta, que llega a tener 10 o 12 puntas, aunque se conocen casos de ejemplares de mayor cantidad de puntas.
“Apareció sobre la tierra hace treinta y siete millones de años.
Si no cuidamos al Guazú - Pucú,
en menos de treinta y siete años no lo veremos más”
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