* Escribe ©Miguel Ángel Giordano (Escritoriador, Argentina)
Olor: m.
Sensación que las emanaciones de ciertos cuerpos producen en el olfato. Lo que
es capaz de producir esa sensación.
Sabor: m.
Propiedad que tienen ciertos cuerpos de afectar el órgano del gusto.
Entre las
cosas buenas que nos da la vida, están esos olores y esos sabores, que con sus misteriosos
sortilegios nos encantan, envolviéndonos en una halo invisible y misterioso que
nos conmueve, que nos abruma…
En esa
mágica danza de finos hilos, como dedos celestiales que nos acarician,
transportamos nuestra mente por universos desconocidos y puros y nos dejamos
llevar porque sabemos que eso es bueno, que eso nos enriquece y no daña.
Vivimos
tiempos insensibles e hipócritas y aquellos que amamos a la vida, tratamos de
aferrarnos a las cosas que nos han dado lo mejor. Esas cosas para las que no
hace falta coraza alguna y a las cuales siempre es bueno permitirles que nos
invadan.
Yo tengo
mis olores y mis sabores.
El pan y
la factura que me daba mi vieja cuando desayunaba antes de ir a la escuela, o a
la tarde, en la merienda, el mate cocido y el pan tostado con manteca y dulce
de leche.
El
hermoso aroma que el aire traía desde Jorge Newbery y Corrientes, en donde
estaba el “tostadero de maní”.
Había
otros olores, que se confundían e intentaban confundirnos. Esos olores con
sabor a basura y a muerte, que venía desde la quema municipal y desde el
crematorio del cementerio de la Chacarita. O el del Arroyo Maldonado, cuando se
enfurecía y escupía a través de sus bocas, los feos olores de la miseria y la
postergación.
Aún me
quedan en algún rincón del alma esos aromas y los sujeto a mis recuerdos porque
me permiten ver más claro y más objetivamente todo lo que me rodea. Porque la
vida tiene eso también, personas que intentan adosarse en tu cuerpo como rémoras,
con sus olores pútridos, con su sabor de muerte.
Esto nos
acomoda y nos permite conocer las diferencias. Por eso nos aferramos a los
otros olores y sabores. Unos son la decadencia y la desazón. Los otros, son el
futuro infinito y la satisfacción. Embrujo y amor.
¿Cómo
podemos comparar esos feos olores que intentan invadir nuestros sentidos, con
aquellos otros que solo desean hacernos feliz?
Nada es
comparable a lo que emite un libro antiguo cuando lo abro. Me sumerjo entre sus
hojas como un duende en busca de la alquimia. Y cuando me quedo con todo su
olor, vuelvo a abrirlo en otras páginas para continuar con el rito sagrado.
El olor
del subte de la línea “A” con sus antiguos vagones, hoy suplantados por otros
que emiten olor a…, olor a nada.
El aroma
y el sabor de un buen vino “Malbec”.
Recuerdo
el aroma que salía de la fábrica “Bagley” de galletitas, en la Avenida Montes
de Oca. No sé si aún se puede percibir.
También
recuerdo el envolvente olor en la carpintería de Don Carracedo, un gallego como
pocos, que me enseñó el arte de la madera. Más que para que me ilustre, creo
que yo lo visitaba para “oler” la viruta, el aserrín y los enormes tablones de
diferentes árboles. Ahhh, los árboles. Pocas cosas hay en la tierra superior a
sus aromas.
O un
jazminero en flor. O un duraznero a punto de la cosecha. O el sutil aroma del
campo, del pasto, de la naturaleza pidiendo a gritos ser aspirada.
Cuando
era chico me quedó muy impregnado el olor a bosta de los caballos que tiraban
los carros del lechero,de “La Vascongada”, de la “Panificación Argentina” o de
la fábrica de soda “La Estradense”, de mi amigo Daniel Fernández.
Me
acuerdo del olor de “Kuki”, mi primera novia, cuando éramos dos mocosos y con
la que aún hoy mantenemos la amistad.
Los
diferentes olores en el taller de vidrios de mi viejo. La masilla marca “Dos
Anclas”, el fuerte ácido muriático para quitar el plateo a los espejos o el
mate cocido que hacía un amigo de mi papá. El olor a nafta de nuestro camión al
cual llamamos “El Poderoso” y el aroma jamás descifrado que emitía el mameluco
de mi viejo.
El olor
del colectivo que venía a buscarnos a mi hermana Virginia y a mí para llevarnos
al Colegio San José. El aroma de mi valija de cuero, a lápices de colores marca
“Conte” o de mi cartuchera, o la tinta para escribir.
Como una
catarata me llegan los olores de la pelota “Pulpo”, de la de cuero
“Sportlandia”, el “aceite verde” que nos poníamos antes de jugar al fútbol.
El
“Quacker”, el “Vascolet”, el increíble aroma que salía cuando abríamos las
puertas de la casa en la isla del Delta, luego de varias semanas de encierro.
El olor a
pescado, o del asado que hacía mi viejo con leña que yo mismo juntaba. El
insoportable pero añorado olor del espiral marca “Buda” o del “Pelente” para
los mosquitos.
¡Olores y
sabores!
Cuanto
más ingreso en mi memoria, más aromas aparecen. Será porque forjaron mi vida y
hoy, a la distancia, se transforman en insustituibles y necesarios.
Me
acuerdo cuando iba al cine “Villa Crespo” o al “Mitre”. Los olores eran
diferentes, opuestos. En el primero y por su lujo, sentía que estaba en
Hollywood, con las “paisanas” de la colectividad judía envueltas en lujosos
tapados de pieles (hoy sería imposible que se vistan así); el olor y el gusto
de las semillas de girasol y de zapallo. En el otro, parecía que estábamos en
Chicago, con la banda de Al Capone y los pesados de “La pandilla de ´punto
muerto”.
En el
“Villa Crespo” había butacas de cuero, número vivo y telón de terciopelo. En el
“Mitre”, asientos de madera dura, bien dura, un foso para la orquesta (porque
también era teatro) en donde cada tanto se caía algún boludo que en la
obscuridad, venía mirando la película y se iba a la mierda. ¡Y “Minga” de
telón! Una pantalla medio pedorra y gracias.
En uno
había agradables aromas a perfumes caros y buen desodorante de ambientes y el clima
era cálido. En el otro, había olor a culo, a pedos, a sobacos y nos cagábamos
de frío. Además, había olor a “bronca”, mucha bronca y era común que durante
una película volaran piñas, tortazos y escupidas.
En uno,
cuando se cortaba la película, la gente esperaba en silencio que siga. En el
otro, se armaba un descomunal quilombo y las hileras de los asientos, por las
patadas, temblaban como hojas. Me acuerdo que una vez tuvo que venir la policía
de la comisaría 27° que estaba a media cuadra y se quedó hasta el final de la
función.
Uno era
San Isidro y el otro era Puente Alsina, pero ambos, tuvieron olores y aromas
que recuerdo con mucha nostalgia.
Mucho más
acá, fueron otros los olores, intensos y memorables. La colonia “Vitess” o “Shulton”
con sabor a Lavanda, uno de mis preferidos aromas, que me ponía antes de “salir
de joda”.
El
perfume de mi novia y esposa. El talco, la colonia y la mierda que les limpiaba
a mis hijos cuando eran bebés. El cutis de mi vieja embadurnada de crema
“Pond’s” y su tersa mano que sostuve en su última noche.
Los
inconfundibles olores de un vestuario de fútbol, cargado con una mescolanza indescriptible
y única.
Abrir por
primera vez la puerta de un “0 Kilómetro” y aspirar ese hermoso e inconfundible
olor penetrante y quedar extasiado ante él.
Un buen
vacío al horno con papas, una “Pepsi” bien fría, tortas fritas y meter la
cabeza adentro de un envase de un buen café.
Hablando
de café, recuerdo los olores típicos de los cafés que frecuentaba, cargados de
humo, de estaño y de historias.
Un vino torrontés
bien “frappé” tomado con amigos, pausadamente, como reteniendo el momento. Y a
la distancia, recordar…
Armando
Tejada Gómez, mi amigo que se “fue de gira” hace algunos años, hablando de este
tema, me dijo una vez:
“Grandote, no hay nada más puro que esos olores que han hecho grata
nuestra vida. Relee mi libro ‘El canto
popular de las comidas’, ahí hay mucho de esto que hoy hablamos”.
Uno puede
hablar de estas cosas cuando se ha vivido, cuando esos olores y esos sabores
aún persisten y se niegan a abandonarme.
Es bueno
estar junto a ellos y que mi memoria, de tanto en tanto, los haga presentes,
porque son mi vida, son la vida y otorgan fuerzas cuando me debilito.
¡Olores y
sabores!
Imposible
no recordarlos…
(Fotos: Mateo E. Giordano
* Google)