miércoles, 29 de mayo de 2013

BATUQUE

Escribe: MIGUEL ÁNGEL GIORDANO (Escritoriador, Argentina) La ciudad de Buenos Aires, en especial el barrio de Villa Crespo y barrios aledaños, tuvieron el honor y la satisfacción de convivir durante muchos años, con un personaje totalmente increíble y digno de figurar en los libros de historia sobre ésta ciudad. “Batuque” fue un perro. Pero no un perro más. Todos sabemos que existen varios ejemplares muy notorios de esta raza en todo el mundo. Nuestro Batuque no puede faltar en ese grupo selecto, porque lo suyo supera ampliamente la imaginación de cualquiera y su vida entera fue una seguidilla inacabable de extraordinarias historias. Llegó desde chiquito al barrio traído por Horacio (nunca le conocimos su apellido) que vivía en el rancho de la esquina de Darwin y Vera. Allí también vivía Sandoval con toda su familia (que eran unos cuantos) y un par de viejitos más. El rancho era de chapas, casi, casi, como una mini villa miseria pero más decente. Estaba bordeado por una alambrada toda entreverada de flores conocidas como “Campanitas violetas”. Un día, ya adolescente, estaba fumando un pucho en la esquina de enfrente y mirando detenidamente a ese monumento vetusto de chapas oxidadas que sobresalían entre el verde del follaje y de las campanitas y de las tres chimeneítas de las cocinas a carbón, cuando me di cuenta que el barrio sería muy diferente si no existiese. Era algo bastante surrealista o, más bien, era la medida exacta de un barrio que por ser tan cosmopolita, no discriminaba a nada ni a nadie. También era una referencia geográfica y a nadie le molestaba su presencia. Es más, era como un orgullo para nosotros su existencia. Sus habitantes eran muy buenas personas, de trabajo y de sacrificio y también los primeros en solidarizarse con los vecinos cuando era necesario. Todos crecimos juntos desde chicos y juntos, transitamos los mejores años de nuestras vidas. Y Batuque no fue ajeno a eso. Desde pequeño mostró su independencia y era común verlo a Horacio recorriendo el barrio buscándolo. - Che, ¿no viste a Batuque?, era la permanente pregunta. Pasaba, que la puerta del rancho - como la de la mayoría de las casas - estaba siempre abierta y el perro se piantaba. Con el tiempo, Batuque descubrió que por el gallinero que daba sobre Darwin había un hueco en el alambrado y se escapaba por allí. Es que desde chico, al perro le tiró la calle y se iba a atorrantear por ahí. Tenía la característica típica del ser que quiere (y es) independiente y aventurero. Al año y medio de vida entraba y salía del rancho cuando quería; se iba por dos o tres días y era muy común verlo a treinta cuadras de la casa y que, cuando uno lo reconocía, se acercaba moviendo cancheramente la cola, te miraba a los ojos, torcía suavemente el labio derecho como sonriendo y se alejaba como un dandy que fue descubierto en orsay. A veces, su pelo blanquecino estaba sucio, porque vaya uno a saber en dónde había pasado la noche, o los días. Batuque no era pendenciero, es más, cuando había quilombo él se iba para otro lado alejándose del problema. No buscaba ni daba pelea. Lo suyo pasaba por otro lado. Era el perfecto e insaciable amante. A él lo único que le importaba era cojer. Y no le hacía asco a nada. Le gustaban todas las chicas (perdón, las perras) y así como los humanos que vivían en Villa Crespo mezclados los credos, las razas, las religiones y los colores, él tampoco discriminaba a nadie y poco importaba si la hembra estuviese en celo o no. Lo más extraordinario era que las perras lo iban a buscar a él. Y no exagero en lo más mínimo. Es más, como las puertas estaban abiertas, entraba en las casas a amar a sus amigas, o simplemente se quedaba recostado junto a ellas. Y los dueños lo dejaban y encima, todos le daban de comer. Una cosa de locos. Era común verlo caminar por las veredas saludando a todo el mundo, pues su fama había trascendido todos los límites o cruzando las calles, incluso la avenida Juan B. Justo, mirando para ambos lados. También podía vérselo acostado en la estación Chacarita del Ferrocarril San Martín junto a la boletería o en el barcito del andén al lado de algún ciruja o de algún borrachín. Era amigo de los pájaros y de las palomas que se le acercaban seguros de que nada les ocurriría y los gatos se arrimaban y hasta se los veía caminar juntos. Porque Batuque jamás les buscaría pelea. Eso se lo dejaba para la gilada. Si hasta creo que los mismos gatos le pasaban la info sobre dónde encontrar alguna perra para satisfacerlo. Es que Batuque era un amante insaciable y muy amigable. Era el Isidoro Cañones de los perros y aún más. Eran cien play boys juntos y muy consecuente, porque cuando no cojía, visitaba a sus amigas por el solo hecho de decir: presente, y/o por si la hembra necesitaba algo. El siempre estaba dispuesto. Horacio, su dueño, nunca supo si tenía un perro o un hermano canino ninfómano. Y se desesperaba un poco cuando no llegaba y se lo veía deprimido. - ¿Adónde estará ese degenerado?, nos decía. A tal punto había llegado la cosa, que “Pechito” Segovia, que le ponía sobrenombres a todos, lo bautizó a Horacio con el mote de... Batuque. Desde ese día Horacio pasó a ser Batuque y al final cuando lo llamábamos no sabíamos si iba a venir él o el perro. Recuerdo cuando una de mis perras – la Puchi – estaba en celo. Mi vieja la sacaba a hacer sus necesidades con un palo en la mano para que no se le acercaran los perros y menos Batuque que ya le había hecho siete hijos, sin contar los seis que le hizo a mi otra perra – la Chiqui -. La cosa es que Batuque se mantenía a veinte metros de mi vieja y no era por miedo al palo, sino para controlar a la jauría que quería abalanzarse sobre nuestra perra. Es que era muy responsable en ese aspecto y asumía su rol de padre, amigo y amante y no aceptaba que cualquier perro vagabundo venga a voltearse a una de sus mujeres. Por eso las perras de toda la ciudad lo respetaban y lo amaban. Porque cuando Batuque iniciaba una relación la mantenía por siempre. Claro que había que sostener ese ritmo de vida. El pobre terminaba extenuado de tanto caminar y de tanto cojer todo y todos los días. A veces nos acompañaba a vernos jugar al fútbol al Parque Los Andes o a la canchita de la vía muerta. Nosotros le tirábamos la pelota para que la corra y para que juegue también. El lo hacía una vez, dos como mucho y a la tercera la dejaba pasar como diciendo: déjense de joder, me tiro a tomar un poco de sol, despiértenme cuando se van. Y ahí se quedaba dormido. En su momento no me di cuenta, tal vez porque era algo habitual, pero con los años comprobé que Batuque era uno de los engranajes fundamentales del barrio. Así como estaban Parlatutti (el chismoso que todo lo sabía), o Delia (la putita), o la cornuda o el cornudo, la noviecita virgen, o el burrero, o el comunista, también estaba Batuque. Sin él todo hubiera sido diferente. También pensé que, si de verdad existe la reencarnación, Batuque era la reencarnación de un sinnúmero de hombres. Todos grandes amantes y noctámbulos. Amigos leales, pacifistas, antidiscriminatorios, compañeros, siempre de buen humor y sin maldad alguna. Un día, el rancho empezó a ser desalojado. La municipalidad del proceso militar no podía permitir semejante “afrenta social” en medio de la ciudad y obligó a sus ocupantes a abandonar el lugar. Ya habían muerto los dos viejitos, Sandoval con toda su familia se mudó a José C. Paz (provincia de Buenos Aires) y Horacio se mudó a una pensión. Batuque, ya anciano, siguió deambulando como siempre por el barrio y por la ciudad hasta que un día sin que nadie sepa nada, desapareció. Por ese entonces, tenía veinticuatro años. Algunos dicen que lo vieron cerca del cementerio de Chacarita, otros que estaba muerto tirado en una zanja del terraplén del tren; hay quien dice que un alma caritativa se lo llevó para su casa o simplemente se lo dejó a MAPA en la puerta. Otro día, vino una topadora y tiró abajo el rancho con el pretexto de que iban a hacer una plazoleta para el barrio. Toda una mentira oficial. Algún político y/o militar se habría de quedar con la propiedad. Lo cierto es que pasado algunos meses, yo estaba en la esquina en diagonal adonde había estado el rancho y veo a un perro de no más de un año muy parecido a Batuque que se acerca al lugar y comienza a olfatear. Luego de recorrer todo el predio hasta el último rincón, se acostó sobre la vereda en el lugar exacto en donde había estado la puerta del rancho. Y ahí se quedó un muy buen rato. Yo seguí mirando. Luego me acerqué a él, quien al advertir mi presencia se incorporó y me miró a los ojos. - ¿Batuque?, dije un tanto asombrado. El perro me miró fijo a los ojos, movió cancheramente la cola, torció suavemente el labio derecho como sonriendo y luego se alejó como un dandy que fue descubierto en orsay. Lo seguí con la mirada y a media cuadra se le arrimó a una perra y luego de unos segundos, se fueron juntos. Hoy mismo, se lo suele ver rondando por el barrio, siguiendo a las perras y tratando de entrar en las casas. A veces, regresa al predio vacío en donde estuvo el rancho y se queda largo tiempo acostado sobre la vereda, en el mismo lugar en donde estaba la puerta. (La imagen pertenece a la colección personal de mi hermano, el fotógrafo y coleccionista, MATEO E. GIORDANO y fue registrada en los primeros años de la década de 1060. En ella, se puede apreciar el rancho que estaba ubicado en la esquina de Vera y Darwin, en el barrio de Villa Crespo y que fuese el hogar del perro "BATUQUE")